Cortinas y mantel a cuadros rojos y blancos, vestido rojo, menú: sopa de tomate, carne roja, vino tinto y sandía de postre. Por último coloco dos velas rojas en la mesa y... llaman a la puerta.
¡¡¡Oh no!!! ¡Flores no! ¡Soy alérgica a las flores! (Las tiro con desgana).
Empezamos nuestra cena íntima comiendo compulsivamente la sopa de tomate, aderezándola con cantidades ingentes de tabasco con aquel rojo chillón, poniéndome cada vez más agresiva (no hay atracción, lo sé). Y pasó lo que tenía que pasar: al brindar con el tinto se rompieron las copas y mi invitado se hizo un pequeño corte en el dedo; al verse la sangre color rojo se desmayó.
¡¡¡No sé qué hacer!!! ¡¡¡No lo sé!!!
Cojo todas a ver si acierto con alguna y, allí tumbado en el suelo bocarriba, empiezo a meterle en la boca todas las pastillas que he encontrado... alguna servirá. Pero al cabo de un minuto se despierta y se enzarza con todo lo que hay en la habitación (puede que tenga algo que ver lo que le he dado). Por último se larga sin más, dejándome con las patas colgando.
Un consejo: si quieres que el Día de San Valentín sea mejor que el mío y sin histerismos, olvídate del rojo. Decántate, por ejemplo, por el color verde: mantel a cuadros verdes, vestido verde, cortinas verdes, menú verde consistente en lechuga y aceitunas, brinda con bebida de apio y cambia la sandía por una pera.
Eso sí, sin flores... por si acaso.
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